El calor ensordecedor de Valencia comienza a despertar, el cielo expira sin terminar de caer y todo el peso de la eternidad desciende sobre mis omóplatos.
Suelo cerrar los ojos y tirarme bajo el ventilador, suelo beber agua hasta desencajar la vejiga, o simplemente suelo comportarme como una sonámbula diurna que camina autómata, ciega y con muchos deseos de sorprender la noche sudando una alegría mortecina.
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